¿Es tiempo de abrir las escuelas?

¿Es tiempo de abrir las escuelas?
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Por Sol Minoldo y Rodrigo Quiroga

El regreso o no de las clases presenciales es una cuestión tan fundamental como imposible de saldar. Si cerrarlas en marzo fue una necesidad indiscutida como estrategia epidemiológica, diez meses después su idoneidad se complejiza, al incluir en la ecuación las consecuencias sociales, económicas y hasta emocionales. Lamentablemente, se trata de elegir entre escenarios que en todos los casos incluyen costos y pérdidas.

Pocas decisiones políticas nos involucran y afectan tan claramente a todos. Vale la pena darnos un debate social que ponga claramente en escena lo que hay en juego.

Las escuelas cerradas: los costos para niños y jóvenes

Inventar la educación a distancia de un día para el otro fue un desafío enorme. Para las y los docentes supuso transitar un territorio nuevo, desconocido, para el que nadie estaba preparado.

Del otro lado, “asistir a clases” requería ahora tener conectividad y un dispositivo. Quienes nunca llegaron a recibir su netbook, o ya no la tenían funcional, se encontraron compitiendo por dispositivos con sus hermanos o con padres que hacían trabajo remoto. La continuidad y asistencia, el cumplimiento de los trabajos ya no se hacían en el aula sino que dependían de un adulto que apoye y acompañe el proceso en casa. La disponibilidad de ese acompañamiento podía ser dispar, según las redes de apoyo, carga laboral y cantidad de hijos en el hogar.

Según una encuesta de Unicef en abril de 2020, a menos de un mes de la virtualidad educativa, casi un 20% de niños, niñas y adolescentes habían quedado sin contacto con el sistema educativo. Sobre las limitaciones de acceso a internet y computadoras, la encuesta da cuenta que, para sorpresa de nadie, eran mucho mayores en hogares más vulnerados. Diez meses más tarde, sin datos en mano, no sería disparatado arriesgar que el problema de la deserción escolar puede haber alcanzado una escala masiva. Si perder uno o dos año académicos podría ser una anécdota en la vida de una persona que luego los recupere, lo verdaderamente dramático es que en muchos casos la desconección con el sistema educativo resulte irreversible.

Las escuelas cerradas fueron y siguen siendo para los alumnos mucho más que un problema de acceso a la educación. Por un lado, para muchos son el espacio que les da acceso a diversos derechos, a veces incluso vulnerados en sus casas. Pero además, para todos, es una interrupción de las jornadas acompañadas de pares, con recreos para jugar con amigos, y horas de intensa interacción social. La pandemia nos ha golpeado fuerte en cuanto a la reducción de vida social y afectiva, pero puede tener consecuencias mucho más profundas para quienes están en edades de desarrollo.

Frente a la innegable carga que el cierre de las escuelas puso sobre nuestros niños y jóvenes, hay quienes cuestionan que sean las nuevas generaciones las que deban pagar el costo de una medida sanitaria que no protege su propia salud sino la de las personas mayores, que son a quienes el Covid19 verdaderamente castiga (el 84% de las fallecidas es mayor de 60). En su versión más radical, algunas voces llegan a afirmar que los niños son los perdedores de la pandemia, sacrificándose en el intento (sin garantías de éxito) de salvar la vida de los más viejos. Ciertamente, el relato de un injusto “sacrificio de los niños por los viejos” se alinea fácilmente con los estereotipos viejistas de nuestra sociedad occidental. Si la juventud es la esperanza, el futuro y hasta la belleza, la vejez es el pasado, la fealdad de la que debemos avergonzarnos o luchar por retardar, y es una “carga” para las sociedades que, en tiempos que vivimos más años, se ha bautizado como “el problema del envejecimiento”. Después de todo, si la pandemia mata a personas mayores, no queda tan claro que sea necesario combatirlo: ¿no es acaso ley de vida morirnos cuando viejos? ¿no nos vamos a morir de algo? El argumento en contra de medidas costosas anti pandemia echa mano de los prejuicios viejistas desde el principio. Y en este, como en todos los casos, es fundamental señalar las trampas de una falsa contraposición de intereses: el envejecimiento de las poblaciones se produjo porque hemos aumentado la expectativa de vida, tenemos la posibilidad de vivir muchos más años. No los que hoy son viejos, sino todos. Nosotros, y también esas personas que amamos, padres, tíos, abuelos y amigos que, sin morir este año de Covid19, tendrían en promedio 13 años de vida por delante.

Los costos para las personas adultas

La escuela cerrada es también un problema para millones de personas adultas. Empezando por los padres. No se trata de que “ahora los padres no soportan a sus hijos y quieren depositarlos en las escuelas”. Pero también. Muchos no los soportan, sobre todo porque puede ser efectivamente insoportable la situación. Nadie hizo sus planes de ma/paternidad para un escenario de pandemia.

Con todo, el cierre de escuelas afecta incluso a los maestros zen de la ma/paternidad. Cuando en una casa viven menores, los adultos del hogar sólo pueden salir sin ellos si tienen a quién delegar el cuidado (ya sea un familiar o vínculo que lo realiza de manera no remunerada, ya sea una persona a la que se paga, algo que estuvo restringido según el mes y la jurisdicción). Con guarderías y escuelas cerradas, millones de personas se encontraron frente a un desafío nuevo para poder cumplir con su jornada laboral. En las viviendas que solían quedar vacías por horas, ahora estaban los niños y adolescentes requiriendo que al menos una persona del hogar deje de asistir al lugar de trabajo.

Para quien tiene ingresos según cuánto trabaje (trabajadores por cuenta propia e incluso informales) esto supone un problema para la economía del hogar. Para quien puede quedarse en casa y trabajar de forma remota, su vida puede volverse una tortura de jornadas superpuestas de trabajo, cuidados, apoyo escolar y ámbito laboral inadecuado.

Y es que no se trata solo de “estar en casa” y cuidar a los menores, sino también de un trabajo adicional para apoyo escolar. Según un estudio de INDEC en la Provincia de Buenos Aires, realizado entre agosto y octubre de 2020, la presencia de niños en el hogar implicó el aumento del tiempo dedicado al apoyo educativo en el 66% de los hogares. La desigual forma en que estas nuevas cargas se distribuyen en los hogares reproduce brechas de género pre pandémicas. El aumento del trabajo no remunerado recayó en mayor medida sobre las mujeres en el 64% de los casos (reproduciendo en gran medida la distribución pre pandemia de los cuidados) y el aumento del tiempo dedicado al apoyo escolar también recayó más en ellas en el 74% de los hogares. La distribución equitativa de esa carga se encontró en tan sólo un 8% de los hogares. Ni siquiera en uno de cada 10. Las brechas de género ya estaban ahí, pero la pandemia las hizo aún más pesadas. La única ventaja, por decirlo de alguna manera, es que la cuestión del valor y la distribución del trabajo de cuidado entró en la agenda social, y esperamos que para quedarse.

Finalmente, están los costos económicos, ya no de los hogares sino de quienes tienen empleados a quienes deben pagarles una licencia. En un año económicamente crítico, los gastos fijos con menor actividad pueden llevar a pequeñas empresas o comercios al borde de la quiebra. En el caso de grandes empresas, incluso si no las pone en riesgo, seguramente las motiva a presionar por abrir las escuelas.

Los costos de no cerrar (o abrir) las escuelas en pandemia

Hasta aquí está más que claro que cuando discutimos sobre abrir las escuelas no estamos hablando de berrinches o simple desinterés por la salud pública. Sin embargo, esto no lleva fácilmente a concluir que debamos abrirlas a como dé lugar, porque en pandemia nada es así de simple.

Ciertamente puede causar sorpresa que entre tantas actividades que se flexibilizaron a pesar de ser muy riesgosas (bares, restaurantes, iglesias, cines, casinos, bingos y discotecas, todos puertas adentro), las escuelas sigan cerradas. Y en efecto, no sólo las condiciones epidemiológicas no apoyan esas aperturas, sino que su efecto obstaculiza las condiciones para abrir las escuelas. Las prioridades que refleja esa decisión pueden, efectivamente, ser interpeladas como política de Estado. Ahora bien, si abrir la escuela y cerrar todo lo demás es aproximadamente equivalente, vale la pena preguntarnos si para preservar la vida de los más viejos estaremos dispuestos a cambiar el sacrificio educativo de los niños por el sacrificio recreativo de jóvenes y adultos. ¿Seremos capaces como sociedad de consensuar ampliamente ese intercambio?

Hay quienes incluso discuten que, de hecho, las escuelas sean efectivamente un agravante de la transmisión del COVID19. Y allí resulta necesario detenernos y afirmar categóricamente que abrir las escuelas es muy delicado en términos epidemiológicos. Está muy bien documentado (por ejemplo acá, acá y acá) que cerrar escuelas es una de las medidas que tiene un mayor efecto en la disminución de la circulación viral, junto con prohibir completamente las reuniones de más de 10 personas.

Los datos a estas alturas son muy claros: los niños no se infectan menos. Aunque los números de casos en menores parecerían indicar que hay menos contagiados, ello se explica porque en esas edades tienen muy alta probabilidad de cursar la infección sin síntomas. No sólo no los vemos enfermos, sino que tampoco los hisopamos, porque no sospechamos que lo están. En cambio, al analizar la presencia de anticuerpos que indican una infección en el pasado, tanto en un estudio realizado por el GCBA en noviembre, como en estudios en Alemania y España, vemos que los niños (aún con escuelas cerradas) se infectan de manera similar a los adultos.

Merece la pena resaltar algo que vale para todo el análisis epidemiológico de la pandemia: las personas diagnosticadas con COVID19 son sólo una parte de las infectadas (se estima una detección del 10-30% de los infectados) y la evidencia indica que las que tienen menos síntomas, o no los tienen, pueden contagiar tanto como las que sí.

Por otro lado, los niños tampoco contagian menos. En el mayor estudio de rastreo de contactos publicado hasta hoy, que sigue 575.071 contactos de 84.965 casos, se midió a qué porcentaje de sus contactos habían contagiado los pacientes iniciales. Concluyeron que los menores de 4 años podrían ser levemente menos contagiosos, pero los mayores de 5 serían igualmente contagiosos que los adultos.

Entonces, si los niños pueden contagiarse y contagiar, la interacción y juegos entre ellos, el uso masivo del transporte público, la aglomeración en espacios reducidos por horas, hacen muy esperable que cada alumno con COVID19 termine en montones de contagios.

La idea de reducir el riesgo con protocolos tiene sus problemas. En un país donde, por múltiples razones, incluyendo el fracaso de la estrategia de comunicación estatal, cientos de miles de adultos no cumplen recomendaciones y normas de distanciamiento, uso de barbijo y ventilación en espacios privados, e incluso en espacios públicos ¿podemos pretender que los niños los cumplan? ¿Deberían ahora los docentes sumar a su trabajo el de hacer cumplir el distanciamiento y correcto uso de barbijos a decenas de niños o jóvenes en las aulas? Y aún si nos pareciera que deben ¿podrán hacerlo?

Además, cabe preguntarnos si podemos esperar que las escuelas cumplan con protocolos sanitarios, ventilación, espacio suficiente, jabón y alcohol en gel cuando aún lidiamos con problemas elementales de infraestructura, superpoblación de aulas y hasta acceso al agua corriente.

Incluso para los más optimistas debemos recordar que abrir las escuelas no resolverá todos los problemas de haberlas cerrado, porque hacerlo con protocolos también tiene sus costos. Por ejemplo, la idea de segmentar los horarios de entrada y salida de clases, o los días de asistencia, puede reducir los riesgos sanitarios, pero complejiza el problema de adecuar las licencias a los horarios y demandas de cada padre. En casos de tener más de un hijo en edad escolar, si sus horarios y días no coinciden, eso podría implicar que la mayor disponibilidad para asistir al trabajo en muchos casos ni siquiera ocurra. Por otro lado, las mismas familias que pueden beneficiarse de que sus niños vuelvan a la escuela, reconectándoles con la educación y reduciendo la carga de trabajo familiar extra, son las que se perjudicarán si el virus entra en casa. También para los docentes representa un ganar y perder: no se conoce públicamente siquiera a uno que esté conforme con el trabajo de educar virtualmente, pero las clases presenciales los pondrían en la primera línea de exposición.

Abrir la escuela está lejos de ser ideal para los propios damnificados de la educación no-presencial. A ello se suma el costoso impacto sanitario si se produce en contextos epidemiológicos más adversos. Por ello, hay que considerar los datos de contagios en cualquier debate al respecto. Para tomar como referencia, podríamos pensar una suerte de semáforo basado en las recomendaciones del Centers for Disease Control and Prevention (CDC, un organismo que regula enfermedades contagiosas en EEUU). Para tener una luz verde, que implica igualmente abrir con fuertes medidas de prevención, sería necesario que, por 14 días y de manera estable o con tendencia a la baja de casos, la media se encuentre debajo de los 5 casos diarios cada 100 mil habitantes, con positividad menor al 10%. Una alerta roja se activaría con más de 20 casos diarios cada 100 mil habitantes y positividad por encima del 20%, algo muy por debajo de la situación actual de las principales jurisdicciones urbanas, donde se concentran la mayoría de las escuelas.

Nada es para siempre

Aunque 10 meses de pandemia puedan hacernos perderlo de vista, en este debate debemos tener presente la excepcionalidad. Sobre todo ahora, que ya existe vacuna, lo esperable es que la importancia de escuelas cerradas como medida sanitaria sea transitoria, e incluso pueda revertirse durante este mismo año.

Pero mientras tanto, nos queda todavía un recorrido que no va a ser fácil. Ya estamos viendo el desastre que están causando las segundas olas post verano en Europa, aquí aún no salimos de la primera y ya contamos más de 44 mil muertes. Marzo y abril pueden ser meses trágicos y probablemente serán muy pocos los lugares del país que tendrán margen para ahorrarse medidas con fuerte impacto en la circulación viral.

Hasta que haya un contexto epidemiológico local que permita planificar el regreso a las aulas, y discutir todo lo que las haga más seguras, necesitamos urgentemente diseñar políticas públicas para, al menos, mitigar los costos de las escuelas cerradas: conectividad y dispositivos para todos, programas de apoyo y tutorías diseñados por ministerios para estudiantes desvinculados, empezar ya mismo con el diseño de medidas de reinserción escolar post pandemia y hasta pensar en programas de extensión universitaria orientados a contribuir durante estos meses en el diseño y refuerzo de la educación virtual. También seguir sosteniendo licencias para trabajadores con hijos en edad escolar, y ampliarlas al menos parcialmente para quienes trabajan desde casa. Para reducir brechas de género, quizás diseñar licencias divididas entre tutores. También necesitamos pasar de expectativas y exigencias de cuidado “dicotómicas” a un abordaje de reducción de riesgos, proponiendo incorporar interacciones con cuidados. Barbijos, aire libre, ventilación, menos reuniones (idealmente espaciadas cada 7 días), con poca gente. En lo posible siempre la misma (burbujas).

Dejemos atrás las consignas imposibles del cuidado total e interacción cero, pero no la idea de una estrategia colectiva frente a la pandemia, donde quedan todavía meses de sacrificios imprescindibles para evitar sumar decenas de miles de muertes.

Fuente: https://www.eldestapeweb.com/

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